Nadie creerá que es baladí que el Herbert Bakunin de Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932) se apellide como Mijaíl Bakunin, el león de la Primera Internacional. La relación existente entre la acracia y la ciencia ficción es innegable. Como también es cierto que el nombre de Lenina Crowne, la Beta-más, trabajadora genética, es el femenino de Lenin, el alias con el que escribió la historia Vladímir Ilich Uliánov, primer dictador del proletariado… Y Bernard Marx, el psicólogo Alfa-beta cuya condición (ocho centímetros más bajo que el resto de los de su casta) le hace alumbrar opiniones heréticas que le convierten en un traidor. ¿No coincide su apellido con el del arquitecto de la ciencia social moderna y principal difamador de Bakunin en la Internacional?
Ya en la Revolución Española —la Guerra Civil para el resto de los que se mataban en ella— los anarquistas del mundo entero se dieron cita aquí para luchar contra el fascismo. Tras haber sido utilizados por la República como carne de cañón para hacer frente a los alzados, convertido su presidente, el socialista Juan Negrín, en un auténtico títere de Stalin, María Luisa buscó la ayuda internacional para la CNT y cruzó dos veces los Pirineos. La segunda, cuando los sicarios del Zar Rojo dieron muerte a su padre en la Plaza del Ángel de la Ciudad Condal el pasado cinco de mayo. Y fue la joven María Luisa la encargada de todos los trámites para identificar a la víctima de un crimen que quedó impune en medio del baño de sangre.
Acaso sea mucho decir que Aldous Huxley era anarquista. Ahora bien, cuando escribe Un mundo feliz apunta maneras. Todas las distopías lo hacen, como esas sociedades ficticias y futuras que nos muestran, que no son sino un reflejo de la nuestra aquí y ahora. Por lo tanto, indeseables. Conviene hacer notar, para dejar constancia de su ausencia de dogmatismos, que cuando la joven Berneri comience a seleccionar la bibliografía del magno ensayo crítico sobre la utopía que prepara, no faltarán, entre los primeros títulos estudiados, obras de algunos doctores de la Iglesia Católica. Verbigracia, La ciudad de Dios (412-426) de San Agustín. Y, por supuesto, aquella que da título a todo el género, la Utopía (1516), propiamente dicha, de Tomás Moro. Y sabrá valorar, en su justa medida que, si bien tendían a identificarse con el Paraíso, tampoco entrañaban apología alguna de esa iglesia, de esa religión tal vez sea mejor decir, concebida como organización de la sociedad y al servicio de su jerarquía.
Cuando empiece a escribir las páginas que, abrumada por el asesinato de su padre —quien la enseñó a ir en busca de la utopía— imagina, Maria Luisa Berneri será precisa explicando que empezaron a ser distópicas en el siglo XX. Con anterioridad, entre La república (370 a.C.) de Platón, y las Noticias de ninguna parte (1890) de William Morris —dos buenos parámetros de estos mundos ficticios—, no lo eran. “No siempre han descrito sociedades regimentadas, estados centralizados y naciones de autómatas. Diderot y Morris nos pintaron sociedades de hombres libres de coerción física y moral”, sostendrá, llena de sabiduría, en alusión a las dos grandes distopías de la primera mitad del siglo XX. Porque si Un mundo feliz lo es de la sociedad capitalista, 1984 (1948), de Orwell precisamente, es otro tanto respecto a la comunista. De Fahrenheit 451, la tercera obra maestra que dio el género en la centuria pasada, no llegó a tener noticia, ya que Ray Bradbury la publicó en 1953.
Tampoco llegó a ver lo cierta que resultó ser esa sociedad hedonista que adivinó Huxley, tan parecida a esta del siglo XXI en la que el consumo es un dogma, se impone la ingeniería genética y prima la juventud, la belleza y lo placentero. Y si no hay suficiente diversión, ahí están las drogas, como el soma del Mundo Feliz. La ciencia ficción no tiene por qué adivinar el futuro, aunque Huxley lo hizo en muchos aspectos, y desde la clarividencia de Verne con sus presagios de la navegación submarina, los viajes a La Luna y hasta el efímero fax, suele exigírsele que lo haga.
Amiga de Orwell —la foto habitual del autor de 1984 fue tomada por Vernon Richards, compañero de Maria Luisa, uno de los primeros editores del utopista distópico y fabulista en Rebelión en la granja (1945)—, nuestra escritora de hoy habría de saber por el propio Orwell de las mañas del Gran Hermano y el Partido enmendando la historia, ganando el relato, pervirtiendo las palabras para tergiversar las ideas a las que aluden. Mujer sin suerte, como parece corresponder inexorablemente a quienes se alzan contra todo y contra todos, María Luisa Berneri habría de morir en 1949 —con tan solo 31 años—, a consecuencia de una infección durante el parto de su primer hijo, que también dejó la vida en su intento de venir al mundo.
A través de las utopías, el ensayo que comenzó a pergeñar esta última utopista hace ahora 88 años fue una edición póstuma. Su pie de imprenta, príncipe e inglés, está fechado en 1962. Pero la más leída en la España de la Transición fue una traducción argentina, con el sello de Editorial Proyección, fechada en 1975. Sé de un anarquista de salón, de los muchos que había en los años del cambio, al que aquellas páginas le entusiasmaron. De vida breve, cuando fue a reconocer el cadáver de su padre solo tenía 19 años. Debió de ser entonces cuando comprendió, ante el fin de la Revolución Española con la represión comunista al movimiento libertario, que los enemigos de los anarquistas organizan sus fuerzas por el poder del dinero, la corrupción o la autoridad del estado. Por su parte, los sin amo solo tenían su convicción, su pasión para exigir lo imposible.
Ése fue el momento estelar de Maria Luisa Berneri, cuando empezó a darle vueltas a los argumentos que habrían de recordarnos que, en las centurias anteriores, cuando el mutualismo y el colectivismo, dos asuntos consustanciales a las utopías, aún no habían sido pervertidos por ese socialismo real que puso en marcha la Unión Soviética, un estado tan abominable como el fascista, pero con la complicidad de toda la izquierda internacional: la misma que ahora es solidaria con los nuevos enemigos de la sociedad occidental. Antes de que llegasen esos titanes asaltantes de los cielos, que al cabo solo fueron unos de los mayores asesinos que ha conocido la Tierra —pusieron en marcha un genocidio de clase, ni más ni menos—, las narraciones, a las que Maria Luisa Berneri dedicó su breve vida, siempre eran positivas. La utopía imagina la arcadia social; la distopía metaforiza sobre la perversión de ese paraíso por la realidad de los miserables. Así se escribe la historia. Ya no quedan utopistas.
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