¿En qué medida un psicópata nace o se hace? Esa es una de las preguntas claves que plantea Adolescencia, la serie estrella de Netflix que la plataforma de streaming se dispone a llevar al Parlamento y los colegios británicos, malinterpretando hasta cierto punto y de manera interesada alguno de los temas de la serie creada por Stephen Graham, también actor, y Jack Thorne. Porque lo que el pequeño Jamie, de 13 años (impresionante debut de Owen Thorne) hace no es tan atribuible a los influencers que se mencionan aquí y allá en la serie como a la pura maldad humana. La banalidad del mal sigue siendo un tema tabú imposible de asimilar en una sociedad siempre dispuesta a echar la culpa a otros, por muy repugnante que éstos sean.
La puesta en escena de Philip Barantini, otro colaborador habitual de Stephen Graham, contrapone el estilo a la sustancia, al contrario de lo que se ha dicho. Otra cosa es que el mediocre panorama del streaming actual, repleto hasta arriba de series perfectamente equiparables unas a otras, convierta Adolescencia en un artilugio fascinante y poderoso. Barantini, artífice de la serie Hierve con el propio Graham, así como capítulos de la célebre Chernobyl, consigue que el espectador se coma literalmente la detención del chico, un proceso que apisona a la familia en tiempo real y que demuele las convenciones del ya gastado serial policiaco televisivo. Posteriormente, la labor de intérpretes como Erin Doherty (que coincidió recientemente con Graham en la serie Mil golpes, en Disney+) levantan la valoración de un capítulo terrorífico, el del careo psicóloga-presunto asesino, que no obstante deja poco lugar a dudas sobre el caso.
Adolescencia es una serie en la que no se dirime si el joven es culpable, o incluso los detalles de lo que hizo, sino lo que ocurre alrededor de éste cuando el sistema empieza a funcionar de manera implacable. Que el sistema funcione o no es otra de las valoraciones que la serie deposita en el espectador, por mucho que una de sus preguntas clave —¿deberíamos haber hecho más?— resulte más melodramática que realmente concluyente para todos aquellos que no sea los que vivieron bajo el mismo techo que el niño.
El plano secuencia, recurso para mostrar pero también para ocultar, ha logrado su efecto en los espectadores de Adolescencia, absolutamente obnubilados por una serie de increíble pericia en la puesta en escena, manifiestamente mejorable a nivel de guion, pero excelsamente interpretada por absolutamente todo su elenco. Su notable realismo, no obstante, convierte los cuatro capítulos de la ficción (inspirada en hechos reales, lo que ha dado lugar a la enésima polémica sobre el posible cambio de raza del asesino) en un estupendo espejismo de relato social. Quizá, en el fondo, lo que sea Adolescencia sea un excelso show criminal desde el punto de vista de todos los que rodean al culpable, un enigma capaz de vestirse de niño o de agresor según la película que lo rodee (y que por tanto estaría notablemente satisfecho del cúmulo de reacciones afectadas que se han producido en torno a ella).
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